Una mañana de sábado, yo estaba muy tranquilo, acostado sobre la hierba del jardín. Quería dormir un rato mientras el sol me calentaba la barriga. De pronto, sentí que un ser peludo subía despacio por mis piernas. Pensé que se trataba del gato Bonifaz; sus pelos rehacían cosquillas como de costumbres, y esto me causaba mucha risa. Pero la cosa peluda seguía trepando y trepando por mi cuerpo.
Para ser sincero, no me dolió nadita, pero experimenté el susto más grande de la historia de todos los sustos. Pegué tal grito que el monstruo salió corriendo, se hundió en el césped y desapareció.
Enseguida me levanté y me toqué la cara. ¡Zambomba! ¡No tenía nariz!
-Abuelaaa, abueeeela, abueeeela…
-Mira nada más. ¿Qué haces sin camisa, Bernardo?
-Pero, abuela…
-¡Ya ves! Ya te dio gripe y ya se te tapó la nariz porque estás hablando raro…
-Oye, abuela…
-¡Nada! Vas inmediatamente a ponerte una camisa y un saco.
-Pero, abue…
-¡Una camisa y un saco! ¡Pero ya!
La abuela no había notado la falta de mi querida naricita. Tocaron el timbre y era mi amigo Benjamín.
-Hola, Bernardo, ¿quieres salir a jugar?
-Benja, ¿no te has dado cuenta de que tengo algo raro en la cara?
-Tienes la misma cara de sapo de siempre. ¿Por qué?
-Mírame, mírame bien.
-Yo no te veo nada, cabezón.
-Mírame, Benja, mírame- ¡No tengo nariz!
-¡Es verdad! ¡Qué gracioso!
-No es gracioso. Todos se van a burlar de mí.
-No hay problema. Busquemos un marcador para dibujarte una nariz súper galáctica. La mejor nariz de toda la escuela.
Las narices que me dibujó Benjamín no tenían nada de galácticas. Por el contrario, eran bastante feas. Con la siguiente nariz no podía quedarme porque todos dirían que era un niño muy chancho:
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