Frijoles con pezuña de hipopótamo
Chavita Henao es famosa en Antioquia por dos razones: haber inventado los frisoles con pezuña de hipopótamo africano y haber sido la madrina del aun más renombrado Pablo Escobar. Este narcotraficante, como supo el mundo entero, bajó hasta la paila del infierno, se la colocó en la espalda y la vino a derramar completica aquí en Colombia. Sin embargo, no dejaba de ser humano, y para más señas paisa, así que demostró hasta dos minutos antes de morir, adoración por su familia, la cultura de su tierra y sus creencias. A este hombre la nostalgia lo agarraba por la lengua y lo arrastraba de cuando en vez a la casa de su madrina. Allá llegaba transportado en grandes camionetas cuatro por cuatro, custodiado por guardaespaldas y metralletas.
— ¡Chito, gran carajo! Me asustás a las gallinas con tanta alharaca y se les atoran los huevos. Dejá tus cacharros lejos de mi casa o aquí no me entrás — y la anciana se daba la vuelta y volvía a sus quehaceres mientras seguía rezongando.
Y si el “Patrón” mandaba en el país, Chavita mandaba en su mundo redondo y acogedor; un mundo siempre preparado para recibir a Pablo o a cualquiera de sus comadres y a sus otros ahijados, entre los que había hacendados, vendedores, comadronas y hasta un cura y numerosas monjas. Los preparativos para esa diaria hospitalidad incluían dejar en remojo, todas las noches, un kilogramo de fríjoles rojos secos.
A las cinco de la mañana y ni un segundo más, se le abrían los ojos a Chavita; entonces, se persignaba y se levantaba a bañarse con una palangana de agua fría; se rehacía las trenzas, se vestía, buscaba su sombrero e iba a la cocina a prender la radio y a encender los maderos del fogón. Allí ponía los fríjoles en la olla y con la misma agua del remojo. Les añadía un plátano verde que troceaba con la uña, una hoja de laurel, sal y una zanahoria cortada en trozos pequeños, que le da a la receta una suavidad especial. Los fríjoles necesitaban una paciencia de tres horas para cocinarse. Claro, los paisas de hoy apresuran su cocción llevándolos al fuego durante cuarenta y cinco minutos en la olla a presión. Pero a Chavita, las tres horas le servían para muchas cosas. Hacía arepas, barría, regaba plantas, recogía huevos y terminaba con lo que más le gustaba: alimentar a sus marranos y conversar con ellos.
Se sentaba en un tronco y los puercos la rodeaban, levantaban la testa para mirarla con sus ojos inteligentes y parecían responder a sus preguntas y narraciones con esas trompas que se movían, se ensanchaban, se encogían y lanzaban palabras en idiomas entrecortados y nasales.
— No me dejen olvidar que pasado mañana es el cumpleaños de la comadre Beti, niños; a ver si le preparo unos tamales.
Habían pasado las tres horas exactas, y el olor de la olla de fríjoles ya listos –suaves la mayoría, derretidos muchos y rodeados todos de un líquido que parecía una crema– llegaba hasta el chiquero. Chavita regresaba a la cocina, apagaba la olla y le agregaba una taza de hogao. En la cocina antioqueña no puede faltar una buena cantidad de hogao para condimentarlo todo. Este famoso ingrediente no es más que cebolla cabezona y tomate, picados bien pequeño y refritos en un poco de aceite por unos veinte minutos o hasta que estén deshechos y suelten un reverendo olor a sabrosura que se meta hasta por los ladrillos.
De ocho a nueve de la mañana, la anciana recibía a uno o dos o tres de sus ahijados o alguna comadre que venía a dejar una bolsa de aguacates, de carne de res, de lana de oveja, chorizos, manzanas, un pastel o absolutamente nada. Y se sentaban en la cocina para saborear los humeantes fríjoles recién hechos en tiesto de barro. En Antioquia, los paisas podemos comer fríjoles al desayuno, al almuerzo y a la cena. Si hay acompañamientos, por ejemplo arroz y aguacate, qué bien; si no, los comemos solos. Los ahijados de Chavita los comían con arepas, a veces con huevos y siempre con una taza de café molido por el vecino y pasado por chuspa. Entre una y otra cucharada de fríjoles, los visitantes le contaban sus preocupaciones a la madrina. Para ella, lo más importante era tener salud; mientras se gozara de buena salud, cualquier problema era bobada y tenía siempre una solución obvia. Por su parte, la misma anciana necesitaba hablar con los visitantes de sus pequeñas angustias: que su marrano Facundo estaba como sin apetito y que a Gregorio habría que caparlo pronto.
Si se hubieran preocupado por el ciclo de vida y muerte de los puercos de Chavita, los enemigos de Pablo Escobar se habrían ahorrado todo el trabajo que pasaron intentando encontrarlo desprevenido. La madrina sacrificaba uno de sus porcinos cada cuatro meses y enseguida mandaba a un niño a llevar este mensaje a la hacienda de Envigado:
—Decíles que le avisen a Pablito que de hoy en ocho preparo frisoles con pezuña.
Y Pablo, a menudo, arreglaba su agenda para no faltar a la cita con su madrina y su plato preferido.
Era uno de los ahijados quien ayudaba a Chavita en el sacrificio del marrano elegido. A decir verdad, le colaboraba solamente en sostenerlo y darle la vuelta. El resto lo hacía ella con rapidez y precisión. Su método era sencillo: le doblaba hacia adelante la pata izquierda al cerdo; donde llegara la punta de la pezuña, ahí estaba el corazón y ahí enterraba, sin vacilar, el cuchillo largo. El puerco moría instantáneamente. Chavita lo despedía con una mirada tierna, le daba las gracias por haber vivido y le pasaba la mano por los ojos para cerrarle la mirada. Entonces, lo colgaban y lo dejaban desangrar; luego, le quemaban el cuero y la anciana lo tajaba por la mitad. Una por una, iba separando las partes del cochino, del que se utilizaba absolutamente todo: la sangre para las morcillas que tanto le gustaban a su prima, las tripas para los chorizos, la carne para vender en el mercado, la grasa para derretir y regalar por tarros, el cuero para los chicharrones. Y cuando llegaba a las patas, sin dudarlo, pensaba en su ahijado, el “sinvergüenza”.
La preparación de los fríjoles con pezuña es muy sencilla. Solamente hay que seguir las instrucciones de los fríjoles cotidianos, poner dentro de la olla las pezuñas cortadas en rodajas gruesas (dos por cada comensal) y cocinar las consabidas tres horas. Pero claro, el sabor del marrano le cambia el panorama a la receta y la convierte en una exquisitez de fiesta.
Pablo se concentraba en su plato y se mantenía en silencio cuando agarraba con las manos las pezuñas embarradas de fríjoles y las roía hasta dejar los huesos pelados. Posiblemente se acordaba de su abuela, que fue tan amiga de Chavita y con la que hacían natillas y tamales; o de su madre, a quien la anciana le sirvió de comadrona y de paño de lágrimas y dolores. Quizá se acordaba de las nalgadas que le dio su madrina cuando había que dárselas. Seguramente pensaba que con toda la plata de este mundo no podía comprar en ningún otro lado un plato de “frisoles” como esos. Y es tan seguro que pensaba en esto y aun en más, que cuando acababa de comer siempre le ofrecía a la anciana el regalo que ella quisiera: otra casa más grande, un caballo de paso o un viaje al Vaticano y una cena con el Papa.
—Vea mijo, yo ya estoy muy achacada pa’ esas chanzas.
La madrina nunca le pidió explicaciones a Pablo sobre su vida y sus millones. Era él quien le contaba sobre las muchas obras de caridad que hacía con los pobres de Antioquia, de las casas y edificios que construía para ellos, y de las iglesias y capillas que mandaba a hacer para la Virgen María. Chavita no mostraba sorpresa por nada y un buen día le dijo una frase concluyente:
—Vos le has dado mucho al diablo, gran berriondo, y te van a faltar dos vidas pa’ que quedés empatado con Dios.
La idea de los fríjoles con pezuñas de hipopótamo nació de una invitación que le mandó Pablo a Chavita para que fuera a conocer el zoológico que había armado en su hacienda. A la madrina más bien le disgustaban las extravagancias de Escobar, así que puso cara de ningún interés. Tratándola de animar, el empleado que venía con la invitación le contó que había más de quinientos animales exóticos, como jirafas, elefantes, toda clase de micos, canguros, guacamayos y hasta hipopótamos.
—Oí, mijo, ¿y vos ya viste los hipopótamos? ¿Cómo son esos animales? Esos sí que no los he visto ni en un retrato.
—Ah, esos no son más que unos marranos más grandes que un berraco, mi doña.
—¿Marranos gigantes? ¿Más grandes que los míos? ¡No digás! ¡Eso sí que voy a verlo!
Y un buen día, sin avisar, Chavita agarró su burro y se fue hasta Envigado. En la hacienda la llevaron en jeep a recorrer el zoológico. A la anciana no le interesaba detenerse ante ningún otro animal que no fueran los marranos gigantes. Y ellos, los hipopótamos, fueron aun más de lo que se había imaginado la madrina: gordos, enormes y prometedores de un sabor inigualable. (…)
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