jueves, 8 de mayo de 2014

Cuento Xocolatl, del libro Historia de la cuchara

Fragmento del cuento en la voz de la autora:



Tanto amó Quetzalcóatl a los hombres, que robó para ellos la planta más preciada de los dioses: la del xocolatl. Las deidades enfurecieron y hubo fuegos, tormentas y terremotos; los mares se desbordaron, el cielo oscureció y Quetzalcóatl, la enorme serpiente emplumada, fue desterrada para siempre de la morada de los dioses y tuvo que habitar entre los hombres.
Sor Isabel escuchó esta historia de boca del soldado que llevó al convento de Oaxaca una jarra de una bebida oscura y espesa hecha de un fruto llamado xocolatl. El militar alertó a las religiosas españolas de que debían probarla con cuidado porque tenía chile, era amarga y se pegaba en la boca y en la garganta, como las ventosas de una sanguijuela que baja lentamente por el cuerpo. A cambio, el xocolatl permitía que un hombre estuviera todo el día sin comer y despertaba las ganas de vivir. Era tanto el aprecio que le tenían los aztecas a las semillas de esta planta, que las usaban como monedas.
Sor Isabel era una de las encargadas de cuidar el huerto y tratar de adaptar las legumbres europeas a esa tierra extraña de tantos colores, animales y plantas de fertilidad descarada. Apenas tenía dieciséis años y había llegado nueve meses atrás de España. Sin embargo, aún se sentía en constante estado de alerta y desprotección.
Al igual que las otras religiosas españolas, Isabel se asomó a la jarra de xocolatl; sonrió como las demás y compartió sus burlas porque el contenido no le pareció más que barro convertido en bebida. La madre superiora, más bromista que interesada, ordenó a Inés, la pequeña, tomar un sorbo. Los labios de la pobrecita quedaron embarrados de aquella baba oscura. Todas rieron y la niña se agachó rápidamente a escupir con asco. Después de las risas, se dio por clausurada la atención a la bebida. Fue sor Clara quien tomó la jarra con cuidado y anunció su proyecto de estudiar las propiedades medicinales de aquel jarabe.
En la noche de esa misma jornada, sor Isabel entró con una lámpara a la cocina a verificar que todo hubiera quedado en orden. Los leños estaban bien apagados y las ayudantes indígenas habían colocado las grandes ollas y la vajilla en su lugar. A punto de irse, Isabel vio la jarra del nuevo brebaje en una esquina. Se acordó de lo sucedido en la tarde y con la pretensión de volver a reír y hacerse una broma a sí misma, introdujo la yema de un índice en el menjurje y lo probó. Efectivamente era amargo y, como dijo el soldado, se apropiaba de la lengua, se pegaba en las paredes de la boca e iba resbalándose lentamente. ¿Qué le habían encontrado los indígenas mexicanos a esa cosa, que se la embardunaban en el rostro, la bebían rindiéndole honores y la hacían parte de sus ritos? ¡Esos pobrecitos seres alejados de la mano de Dios!
Pero en ese momento, Quetzalcóatl reptaba por los rincones de la cocina; sus ojos granates brillaban en la noche y no perdían de vista a la muchacha. Y entonces, la boca de Isabel le exigió más y ella, distraída con sus pensamientos, metió otro dedo en la jarra y lo introdujo en la boca. La planta mágica se arrastró por su lengua hasta que logró hipnotizarla. Isabel no fue capaz de resistirse y probó por tercera, quinta, séptima vez. Sonreía divertida debido a las ansias de su cuerpo por el xocolatl, hasta que tomó conciencia de que estaba sola frente a ese brebaje de indígenas impíos y de naturaleza descarriada. Se persignó, salió de la cocina algo asustada y se obligó a no pensar más en lo ocurrido.
Un par de semanas después, se abrió otra vez el portón del convento para el xocolatl. Esta vez trajeron los frutos enteros. Isabel se acercó a escuchar las explicaciones que un indígena daba a sor Clara. Había que abrir la cáscara del fruto para encontrar un grupo de grandes semillas ovaladas de color negro brillante, cada una recubierta por terciopelos blancos, como si fuera una joya finamente empacada para regalar a una reina. El indígena explicó que había que fermentar un poco las semillas, antes de dejarlas secar, tostarlas y molerlas finamente en el metate.
La hermana investigadora tomó los frutos y siguió el procedimiento para obtener el xocolatl molido. Después, preparó la bebida con el indígena. Agregó el polvo al agua hirviendo. En pocos momentos el líquido se espesó y su aroma dominó el aire. Isabel recordó su sabor y la saliva le llenó la boca. El indígena batía la mezcla constantemente para que no se pegara al fondo ni se desbocara por la olla. Luego le añadió chile triturado y algunas hierbas olorosas.
Isabel observaba con atención aquella bebida que parecía tener alma propia. Sor Clara vio su rostro interesado y pensó que a la joven le atraía la investigación de las plantas medicinales; por eso le propuso que fuera su ayudante en el experimento del xocolatl. Su trabajo sería tomar un poco de la bebida todos los días. En la primera jornada solo debía probar una cucharada y anotar las reacciones de su cuerpo. Al siguiente día, tomaría doble dosis; al otro día, una triple ración y así sucesivamente. Si hubiese algún efecto negativo, dejaría de tomar la bebida de inmediato.
En Isabel se juntaron el temor, la curiosidad y la tentación. ¿Qué haría en su organismo ese alimento oscuro y posesivo? Sin embargo, su cuerpo se estremeció al saber que probaría otra vez aquella bebida, y la emoción fue mayor que las dudas. Finalmente aceptó participar.
Al pasar los días, y con el aumento de las dosis de xocolatl, lo más difícil fue contarle a sor Clara que los síntomas que iban surgiendo en su cuerpo eran la ansiedad por tomar más del “remedio”, las ganas de probar de un solo bocado todos los frutos que traían los indígenas y la sensación de estar poco a poco fundiéndose por fin con el Nuevo Mundo.
Sin necesidad de que se lo dijeran, Clara notó que su asistente estaba más alegre y tenía mayor energía. Si era el efecto del xocolatl, como creía, la semilla negra podría ser un buen remedio para las hermanas entristecidas por la gripe. Así que decidió mezclarlo con miel para aumentar su efecto benéfico en la garganta. Con reverencia abrió Isabel la boca para probar el jarabe, ahora dulce. ¡Oh, Dios! Tuvo que mantener cerrados los ojos y la boca para no gritar su éxtasis al cielo. ¿Ese producto maravilloso era una zancadilla del diablo o un regalo de los ángeles?
Por la noche, cuando sor Clara se dirigía a su aposento, vio una tenue claridad que venía de la cocina. Se dirigió allí y encontró a Isabel sentada junto al mesón de madera y frente al jarabe del experimento. Tenía una mano completamente embarrada de xocolatl y los labios cubiertos por una mancha oscura.  (…)

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