viernes, 9 de mayo de 2014

La gran Georgina, mi dislexia y Loconcio - Novela infantil para niños a partir de nueve años


¿Qué hay que hacer para ser admitida en el divertido club que dirige Georgina? Es sople: hay que ser extraordinario.

María Joaquina tiene dislexia, y cree que no cumple con los requisitos de un club tan exclusivo, en ellque sí aceptaron a Carola, la mejor repostera del mundo, y a Elías, el más intrépido conductor de patineta. !Hasta sus mejores amigos, Leonciio y Maricela, forman parte del club! ¿Qué puede hacer María Joaquina para ser admitida?

http://mariacristinaaparicio.files.wordpress.com/2012/06/georgina-11.pdf


¿Dónde comprar este libro? 


Colombia, Ecuador, México: Encuéntralo en las librerías más grandes o en las oficinas de Grupo Editorial Norma.

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Un blog sobre el Club de Georgina:



Una simpática niña llamada Janna, creó en su blog una página divertida sobre el club de Georgina de este libro:
http://blogdejanna.blogspot.com/p/club-de-georgina.html


Empieza a leer:


Capítulo uno

Mi mejor amigo, entre todos mis amigos, se llama Leoncio; aunque, por mi culpa, todos le dicen "Loconcio":

La primera vez que lo vi, entró al salón de la mano de la profe Chavita. Llevaba su uniforme nuevo, la maleta brillante  y el cabello recién peinado. Como Leoncio es de otro país, cuando se mudó con sus papás a nuestra ciudad, lo inscribieron en mi escuela.

-Niños, les presento a un nuevo compañero que se unirá a las clases desde hoy. Voy a escribir su nombre en la pizarra para que lo aprendamos.

Mientras la profesora escribía, el pobre Leoncio, parado frente a todos, nos miraba con cara de conejo asustado (los ojos sin pestañear y las aletas de la nariz abriéndose y cerrándose).

Desde nuestros bancos, estiramos los cuellos para observarlo de arriba a abajo. Supongo que nos preguntábamos cómo sería el niño nuevo: si será llorón, súper estudioso, gracioso, o con el mal genio de una serpiente cascabel y mejor no había ni que tocarlo.

-María Joaquina, por favor, lee en voz alta el nombre de tu nuevo compañero.

Entonces, clavé  la mirada en la palabra escrita en la pizarra y leí:

-Lo-con-cio.

-¡Ji,ji,ji, jo, jo, jo, je, je, je, je!

Todos los chicos del salón lanzaron unas risas tan escandalosas, que me dieron ganas de taparme los oídos. Es que cuando hay una oportunidad de reírse, mis compañeros lo hacen como si nunca más fueran a reírse en la vida y hubiera que aprovechar. Son unos payasos de primera.

A la profe Chavita las carcajadas no le hicieron ninguna gracia, y su rostro se fue poniendo más rojo y más rojo y más rojo, como si las risas le dieran cuerda al color.

Al niño nuevo también se le enrojeció la cara, seguramente por la vergüenza.

-¡Silencio! María Joaquina, creo que lo haces a propósito. Vuelve a leer, niña, y  pon más atención.

Entonces, volví a clavar la mirada en las letras e hice mi mejor esfuerzo:

-Lo-co-co-con-cio.

-¿Ji, ji, ji, jo, jo, jo, je, je, je, je! ¡Ñaque, ñaque, ñaque!

Nuevas carcajadas de todos  y todavía más fuertes. Era terrible. Ahora sí que la profe se encolerizó. Lo supe porque cuando está furiosa, se para en la punta de los pies y abre mucho los ojos. El niño nuevo se puso colorado como salsa de tomate encima de unas papas fritas.

-¡Silencio! María Joaquina, ya no sé qué hacer contigo. El nombre de su nuevo compañero es Le-on-cio. ¡Leoncio! Y escuchen bien: no quiero que le pongan apodos a nadie en este salón. ¿Entendieron? Leoncio, bienvenido. Ve a sentarte junto a María Joaquina, que, como ya viste, es una niña muy, pero muy graciosa.

El pobrecito de Leoncio se sentó a mi lado. No me miró  ni me habló durante ninguan de las clases. Desde ese día, todos en la escuela lol laman "Loconcio".

Mi amigo dice que ese primer día se sintió furioso por el apodo. Volvió a su casa, lanzó la maleta al suelo y le dijo a sus padres que deseaba tomar el primer avión de vuelta a su país y que no regresaría jamás a esa escuela. Menos mal que su familia no le hizo caso, porque ahora le encanta su apodo. Dice que el el único en el mundo  que se llama "Loconcio" y que, además, es divertidísimo ser un poco loco.

A veces, a "Loconcio" le atacan los quince minutos de locura. Entonces, cuando no está la profe, pasa corriendo por los pasillos del salón y nos despeina a todos con la mano. Luego, se trepa en la mesa, se pone la mano en el pecho y canta a gritos el himno de su querida Colombia:

-Oh, gloria inmarcesiiiible, oh, júbilo immortal, en surcos de dooloooores el bien germina yaaaaa, el bien germina yaaaa…

Es muy graciosa la cara que pone y a todos nos da mucha risa. Después, se baja de la mesa y nos dice:

-Perdón, perdón. El loco de Loconcio atacó nuevamente.

Yo soy la única del salón que lo llama Leoncio. Creo que es porque me siento culpable por lo que pasó. Debe ser horrible que a uno le pongan un apodo en el primer día de clases. Pero yo no quise burlarme de Leo. Lo que me sucedió fue lo mismo que me pasaba siempre que leía o escribía: las letras me daban vueltas en la cabeza y terminaba leyendo o escribiendo alguna "reverenda barbaridad" (como diría la profe).

Vooy a contar otro caso que me sucedió en la escuela, para que entiendan mejor el problema que tenía. Una vez, la profesora me pidió que escribiera en la pizarra esta frase: "Beto peina su cabello". Yo me esforcé mucho (hasta empecé a sudar); pero lo que escribí fue: "Tobi parece un camello". Por supuesto que todos se agarraron la barriga de tanta risa, y mi compañero Tobi se puso tan bravo conmigo que hasta me enseñó los colmillos. La profe se paró de puntillas y abrió mucho los ojos. Me pidió que borrara todo y volviera a escribir la frase "Beto peina su cabello", pero poniendo más atención.

Fue todavía peor porque yo escribí: "Beti se peina como una caballa".

¡Qué tragedia! Después de eso, mi amiga Beti no me dirigió la palabra en un mes.

Yo odiaba las letras y creía que ellas me detestaban mí. Si hubiera podido, les habría puesto una gran bomba atómica para hacer desaparecer todas las vocales y consonantes del planeta. ¡Todas! Así tendríamos que usar el idioma chino o el japonés, que no tienen letras sino puras ramitas que parecen muy divertidas.

Por culpa de las letras, mi profesora no hacía más que castigarme. Pensaba que yo era una niña muy payada y más perversa que un cocodrilo estrenando dientes. Y mi hermana Vanesa, que me debía ayudar con las tareas en casa y que me tiene más confianza, me daba unos tremendos pellizcos en el brazo. Cuando lo hacía, yo abría la boca para gritar durante tres minutos seguidos sin respirar:

-¡AAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAA!

Vanesa se encerraba en su cuarto y se dedicaba a llamar por teléfono a sus amigas para contarles que tenía una hermanita boba, que además era un vaga y que ya la tenía harta y que ojalá fuera hija única y que ya no veía la hora de crecer e irse de la casa para no verme nunca más.

Yo la escuchaba detrás de la puerta y me sentía muy molesta. Por eso me sentaba en un sofá a planear cómo vengarme de ella. Un día pensé que podría ir a la tienda a comptar un balde de pintura morada. Luego lo subiría hasta el filo de la puerta de la sala para que, cuando Vanesa entrara, le cayera encima y quedara toda embarrada de color morado. Eso es lo que hacen en las películas cómicas para vengarse de alguien. Me reí mucho imaginándome a mi hermana convertida en un jugo de mora. Sin embargo, me puse a pensar que un balde de pintura debía pesar muchísimo. No sabía cómo subirlo hasta arriba de la puerta y hacer que se quedara quieto. Además, podría suceder que en lugar de caerle a mi hermana me cayera encima a mí. Eso sería una desgracia. Y si el plan funcionaba bien y le caía a Vanesa, el balde podría darle un golpe tan fuerte en la cabeza, que tal vez quedara peor de mandona y peleona de lo que ya era. Y si la pintura caía, ensuciaría la sparedes y los muebles, y mi mamá me pondría a limpiarlo todo hasta que no quedara ni una gomita, y eso seguramente demoraría ochenta años. No es muy fácil ser un vengadora.

Como nadie me ayudaba, porque mis padres trabajaban y llegaban en la noche, yo casi nunca hacía mis tareas. En vez de eso, arrancaba las hojas de mis cuadernos y me dedicaba a hacer figuras de origami. Mi tía Tina (yo adoro a mi tía Tina) me regaló un libro para Navidad, en el que enseñan a hacer figuras doblando papeles. Eso se llama "origami" y es una cosa que le encanta hacer a la gente en Japón. Hace poco hice un monito y una monita enamorados, tomados de las colas.

Y solamente utilicé una hoja de mi cuaderno de Lengua y dos hojas de mi cuaderno de Matemáticas.

Otras tardes, en lugar de hacer mi tarea, me las pasaba poniéndome goma blanca en las manos. Después, esperaba un rato a que se secara. Luego, trataba de sacar las capas de pegamento seco lo más completas que se pudiera. No sé por qué, pero es muy entretenido hacerlo. Yo me imaginaba que era una mutante, mitad humana y mitad reptil, y que cambiaba de piel cada cierto tiempo.

Los viernes me reunía con Maricela y Leoncio y veíamos películas en alguna de nuestras casas. Mi amiga siempre elegía ver películas sobre perros. Hemos visto películas sobre perros chihuahuas, San Bernardo, dálmatas, perros que hablan, perros que no hablan, perros extraterrestres, perros policías, perros delincuentes, perros inteligentes, perros tontos, perros espías, perros científicos… Maricela adora a los perros (aunque sus padres no le dejan tener ninguno) y ellos la adoran a ella. Si estamos en el parque, se le acercan todos los perros (como si ella fuera un gran hueso) y se le trepan encima para llenarla de lamidos en la cara.

A Leoncio, en cambio, le encantan las películas de monstruos, fantasmas, extraterrestres y todo tipo de seres del más allá. A Maricela le dan miedo ese tipo de historias. A mí, por el contrario, me despiertan mucho interés. Sucede que me puse a pensar que, tal vez, fueran los fantasmas los causantes de mi problema con las letras.

Leoncio decía que los fantasmas están en todos lados. La mayoría de ellos son espíritus muy tranquilos que no hacen ruido y  no fastidian a nadie. Sin embargo, hay algunos que se dedican a aullar en los oídos de las personas: ¡Auuu, auuu, auuu! Y a otros les gusta abrir y cerrar puertas y ventanas o esconderle las cosas a la gente. Por eso, pensé que podrían ser los fantasmas quienes me movían las letras cuando yo trataba de leer o de escribir.



El misterioso caso del lunar peludo, Novela infantil para primeros lectores




EMPIEZA A LEER:

Capítulo Uno
Todo empezó un día lunes, exactamente a las 6:30 de la mañana.
Yo acababa de ducharme con agua tibiecita y me había puesto mi toalla de superhéroes en la cintura. Me paré frente al espejo para cepillarme los dientes con una crema dental que sabe a chicle. Entonces, de pronto, me di cuenta que tenía un lunar en el medio del pecho; un lunar que nunca antes me había visto. ¡Cáspitas!
Al principio pensé que era alguna mancha de tinta o una basurita molestosa. Quise sacarla, pero fue imposible. Era un lunar bien pegado a mi piel. Tenía el tamaño y la forma de una alverja, pero era negro y sobre todo, era peludísimo.
Bajé enseguida a mostrárselo a mis papás.
-Bernardo, ¿todavía no te has vestido? Otra vez se te hará tarde para tomar el bus.
-Mami, es que te quiero mostrar un nuevo lunar que acabo de encontrar en mi pecho y que…
-Estas no son horas de encontrar lunares, Bernardo. Te doy tres minutos para que bajes vestido y peinado.
En ese momento, mi mami estaba tratando de colocarle un pañal a mi hermanita usando una sola mano. Con la otra preparaba mi lonchera para la escuela; con la otra mano, se pintaba de rojo los labios y con la otra empacaba unos papeles que tenía que llevar a la oficina. Por eso, la última vez que me hicieron dibujar a mi mami para la tarjeta del día de las madres, la profesora Chavita me dijo que lo que había pintado parecía un pulpo rosado con veinte zapatitos de tacón y la boca pintada.
Como yo consideraba que el misterioso caso del lunar peludo era muy importante, me fui a buscar a mi papi. El pobre estaba limpiando tres grandes bolas de caquita que nuestro perro, Capitán Rabito, había dejado en la puerta de la vecina, la señora Julieta. A Capitán Rabito le encanta la puerta de la casa de la vecina para dejar sus caquitas. Pero a la vecina no le gusta para nada las caquitas de Capitán Rabito. Cuando las encuentra, lanza unos alaridos tremendos, que me hacen tapar los oídos. Por eso mi pobre papá debe limpiar las cochinadas de Capitán Rabito muy temprano, antes de que se despierte la señora.
-¡Bernardo! ¡¿Qué haces en la calle sin vestirte?!
-Papito, es que tengo que contarte acerca de un caso misterioso de un lunar peludísimo que…
-Bernardo, estas no son horas para ningún misterioso caso. Si no te apuras, te deja el bus.
-Pero, pa…
Mi papá me miró sin abrir la boca, pero con esa mirada que quiere decir: ¡Obedece porque ya me tienes harto y me colmaste la paciencia! Entonces apreté los labios y me di la vuelta. Pero en ese momento, Capitán Rabito me arrancó la toalla que tenía en la cintura porque a él le encanta agarrar las toallas con los dientes y darles vueltas por el aire.
Justo en ese instante, pasó uno de los buses escolares y creo que los niños alcanzaron a ver mis nalguitas desnudas porque pude escuchar sus carcajadas.
¡Cierto! Mi papi tiene razón: siempre hay que salir muy bien vestido a la calle.
Me fui a poner el uniforme y el chofer de mi bus tocó la bocina. Tuve que salir embalado con uno de los zapatos en la mano.


Capítulo dos
Estaba loco por enseñarle el lunar peludo a mi amigo Federico. Pero no se pudo porque la clase de Castellano empezó pronto y luego vino la de Inglés y luego la de Matemática. Yo no entiendo para qué nos enseñan tantas materias. Si yo fuera director de la escuela daría una orden para que solamente nos enseñaran una sola: matemacastellainglés.
Sería sencillo porque la profesora de Matemática podría hablar en inglés. Si no sabe, yo le podría enseñar porque los números en ingles son facilísimos: one, two, three, four, five. Pero mientras ella habla en inglés, nosotros seguiríamos hablando en castellano: uno, dos, tres, cuatro, cinco. Y entonces, en una hora, recibiríamos las tres materias: Castellano, Inglés y Matemática. Tendríamos tiempo para nuevas materias como manejar aviones supersónicos, inflar globos gigantes para fiestas o construir edificios con palitos de fósforos… ¡A veces pienso que soy de verdad un genio demasiado bueno para este mundo!
Por fin llegó el recreo. Llevé a Federico a una parte alejada del patio y me abría la camisa.
-¡Uau! ¡Qué lunarzote que tienes! ¡Súper! Pero nunca te lo había visto.
-Ese es el gran misterio, Fede. Yo tampoco me lo había visto. Es un lunar nuevo.
En ese instante, Catalina apareció detrás de nosotros.
-¿Qué están viendo? ¡Yo quiero ver, yo quiero ver, yo quiero ver!
Catalina es una niñita molestosísima que vive frente a mi casa. Estudia en mi escuela; pero en un grado menor, y siempre me está persiguiendo. Apenas la veo, se me ponen los pelos de punta y me pongo histérico, igualito que mi vecina cuando encuentra las caquitas de Capitán Rabito.
-¡No estamos viendo nada! Lárgate de aquí y déjame tranquilo.
Y le lancé la misma mirada de “me tienes harto y ya me colmaste la paciencia” que me lanza mi papi. La pobre Cata se puso a llorar y se fue.


Capítulo tres
Entonces sucedió el primer hecho misterioso: cuando nos dimos cuenta, el lunar se había movido. Ya no estaba en mi pecho;  ahora estaba en el hombro izquierdo y parecía que había crecido un poco. ¡Cáspitas!
Por supuesto que Federico y yo nos quedamos con la boca abierta por la sorpresa.
(…)
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Un monstruo se comió mi nariz - Novela infantil para primeros lectores



Una mañana de sábado, yo estaba muy tranquilo, acostado sobre la hierba del jardín. Quería dormir un rato mientras el sol me calentaba la barriga. De pronto, sentí que un ser peludo subía despacio por mis piernas. Pensé que se trataba del gato Bonifaz; sus pelos rehacían cosquillas como de costumbres, y esto me causaba mucha risa. Pero la cosa peluda seguía trepando y trepando por mi cuerpo. 

Para ser sincero, no me dolió nadita, pero experimenté el susto más grande de la historia de todos los sustos. Pegué tal grito que el monstruo salió corriendo, se hundió en el césped y desapareció.

Enseguida me levanté y me toqué la cara. ¡Zambomba! ¡No tenía nariz!

-Abuelaaa, abueeeela, abueeeela…
-Mira nada más. ¿Qué haces sin camisa, Bernardo?
-Pero, abuela…
-¡Ya ves! Ya te dio gripe y ya se te tapó la nariz porque estás hablando raro…
-Oye, abuela…
-¡Nada! Vas inmediatamente a ponerte una camisa y un saco.
-Pero, abue…
-¡Una camisa y un saco! ¡Pero ya!

La abuela no había notado la falta de mi querida naricita. Tocaron el timbre y era mi amigo Benjamín.


-Hola, Bernardo, ¿quieres salir a jugar?
-Benja, ¿no te has dado cuenta de que tengo algo raro en la cara?
-Tienes la misma cara de sapo de siempre. ¿Por qué?
-Mírame, mírame bien.
-Yo no te veo nada, cabezón.
-Mírame, Benja, mírame- ¡No tengo nariz!
-¡Es verdad! ¡Qué gracioso!
-No es gracioso. Todos se van a burlar de mí.
-No hay problema. Busquemos un marcador para dibujarte una nariz súper galáctica. La mejor nariz de toda la escuela.

Las narices que me dibujó Benjamín no tenían nada de galácticas. Por el contrario, eran bastante feas. Con la siguiente nariz no podía quedarme porque todos dirían que era un niño muy chancho:


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jueves, 8 de mayo de 2014

Cuento Xocolatl, del libro Historia de la cuchara

Fragmento del cuento en la voz de la autora:



Tanto amó Quetzalcóatl a los hombres, que robó para ellos la planta más preciada de los dioses: la del xocolatl. Las deidades enfurecieron y hubo fuegos, tormentas y terremotos; los mares se desbordaron, el cielo oscureció y Quetzalcóatl, la enorme serpiente emplumada, fue desterrada para siempre de la morada de los dioses y tuvo que habitar entre los hombres.
Sor Isabel escuchó esta historia de boca del soldado que llevó al convento de Oaxaca una jarra de una bebida oscura y espesa hecha de un fruto llamado xocolatl. El militar alertó a las religiosas españolas de que debían probarla con cuidado porque tenía chile, era amarga y se pegaba en la boca y en la garganta, como las ventosas de una sanguijuela que baja lentamente por el cuerpo. A cambio, el xocolatl permitía que un hombre estuviera todo el día sin comer y despertaba las ganas de vivir. Era tanto el aprecio que le tenían los aztecas a las semillas de esta planta, que las usaban como monedas.
Sor Isabel era una de las encargadas de cuidar el huerto y tratar de adaptar las legumbres europeas a esa tierra extraña de tantos colores, animales y plantas de fertilidad descarada. Apenas tenía dieciséis años y había llegado nueve meses atrás de España. Sin embargo, aún se sentía en constante estado de alerta y desprotección.
Al igual que las otras religiosas españolas, Isabel se asomó a la jarra de xocolatl; sonrió como las demás y compartió sus burlas porque el contenido no le pareció más que barro convertido en bebida. La madre superiora, más bromista que interesada, ordenó a Inés, la pequeña, tomar un sorbo. Los labios de la pobrecita quedaron embarrados de aquella baba oscura. Todas rieron y la niña se agachó rápidamente a escupir con asco. Después de las risas, se dio por clausurada la atención a la bebida. Fue sor Clara quien tomó la jarra con cuidado y anunció su proyecto de estudiar las propiedades medicinales de aquel jarabe.
En la noche de esa misma jornada, sor Isabel entró con una lámpara a la cocina a verificar que todo hubiera quedado en orden. Los leños estaban bien apagados y las ayudantes indígenas habían colocado las grandes ollas y la vajilla en su lugar. A punto de irse, Isabel vio la jarra del nuevo brebaje en una esquina. Se acordó de lo sucedido en la tarde y con la pretensión de volver a reír y hacerse una broma a sí misma, introdujo la yema de un índice en el menjurje y lo probó. Efectivamente era amargo y, como dijo el soldado, se apropiaba de la lengua, se pegaba en las paredes de la boca e iba resbalándose lentamente. ¿Qué le habían encontrado los indígenas mexicanos a esa cosa, que se la embardunaban en el rostro, la bebían rindiéndole honores y la hacían parte de sus ritos? ¡Esos pobrecitos seres alejados de la mano de Dios!
Pero en ese momento, Quetzalcóatl reptaba por los rincones de la cocina; sus ojos granates brillaban en la noche y no perdían de vista a la muchacha. Y entonces, la boca de Isabel le exigió más y ella, distraída con sus pensamientos, metió otro dedo en la jarra y lo introdujo en la boca. La planta mágica se arrastró por su lengua hasta que logró hipnotizarla. Isabel no fue capaz de resistirse y probó por tercera, quinta, séptima vez. Sonreía divertida debido a las ansias de su cuerpo por el xocolatl, hasta que tomó conciencia de que estaba sola frente a ese brebaje de indígenas impíos y de naturaleza descarriada. Se persignó, salió de la cocina algo asustada y se obligó a no pensar más en lo ocurrido.
Un par de semanas después, se abrió otra vez el portón del convento para el xocolatl. Esta vez trajeron los frutos enteros. Isabel se acercó a escuchar las explicaciones que un indígena daba a sor Clara. Había que abrir la cáscara del fruto para encontrar un grupo de grandes semillas ovaladas de color negro brillante, cada una recubierta por terciopelos blancos, como si fuera una joya finamente empacada para regalar a una reina. El indígena explicó que había que fermentar un poco las semillas, antes de dejarlas secar, tostarlas y molerlas finamente en el metate.
La hermana investigadora tomó los frutos y siguió el procedimiento para obtener el xocolatl molido. Después, preparó la bebida con el indígena. Agregó el polvo al agua hirviendo. En pocos momentos el líquido se espesó y su aroma dominó el aire. Isabel recordó su sabor y la saliva le llenó la boca. El indígena batía la mezcla constantemente para que no se pegara al fondo ni se desbocara por la olla. Luego le añadió chile triturado y algunas hierbas olorosas.
Isabel observaba con atención aquella bebida que parecía tener alma propia. Sor Clara vio su rostro interesado y pensó que a la joven le atraía la investigación de las plantas medicinales; por eso le propuso que fuera su ayudante en el experimento del xocolatl. Su trabajo sería tomar un poco de la bebida todos los días. En la primera jornada solo debía probar una cucharada y anotar las reacciones de su cuerpo. Al siguiente día, tomaría doble dosis; al otro día, una triple ración y así sucesivamente. Si hubiese algún efecto negativo, dejaría de tomar la bebida de inmediato.
En Isabel se juntaron el temor, la curiosidad y la tentación. ¿Qué haría en su organismo ese alimento oscuro y posesivo? Sin embargo, su cuerpo se estremeció al saber que probaría otra vez aquella bebida, y la emoción fue mayor que las dudas. Finalmente aceptó participar.
Al pasar los días, y con el aumento de las dosis de xocolatl, lo más difícil fue contarle a sor Clara que los síntomas que iban surgiendo en su cuerpo eran la ansiedad por tomar más del “remedio”, las ganas de probar de un solo bocado todos los frutos que traían los indígenas y la sensación de estar poco a poco fundiéndose por fin con el Nuevo Mundo.
Sin necesidad de que se lo dijeran, Clara notó que su asistente estaba más alegre y tenía mayor energía. Si era el efecto del xocolatl, como creía, la semilla negra podría ser un buen remedio para las hermanas entristecidas por la gripe. Así que decidió mezclarlo con miel para aumentar su efecto benéfico en la garganta. Con reverencia abrió Isabel la boca para probar el jarabe, ahora dulce. ¡Oh, Dios! Tuvo que mantener cerrados los ojos y la boca para no gritar su éxtasis al cielo. ¿Ese producto maravilloso era una zancadilla del diablo o un regalo de los ángeles?
Por la noche, cuando sor Clara se dirigía a su aposento, vio una tenue claridad que venía de la cocina. Se dirigió allí y encontró a Isabel sentada junto al mesón de madera y frente al jarabe del experimento. Tenía una mano completamente embarrada de xocolatl y los labios cubiertos por una mancha oscura.  (…)

Cuento Frijoles con pezuña de hipopótamo

Frijoles con pezuña de hipopótamo
Chavita Henao es famosa en Antioquia por dos razones: haber inventado los frisoles con pezuña de hipopótamo africano y haber sido la madrina del aun más renombrado Pablo Escobar. Este narcotraficante, como supo el mundo entero, bajó hasta la paila del infierno, se la colocó en la espalda y la vino a derramar completica aquí en Colombia. Sin embargo, no dejaba de ser humano, y para más señas paisa, así que demostró hasta dos minutos antes de morir, adoración por su familia, la cultura de su tierra y sus creencias. A este hombre la nostalgia lo agarraba por la lengua y lo arrastraba de cuando en vez a la casa de su madrina. Allá llegaba transportado en grandes camionetas cuatro por cuatro, custodiado por guardaespaldas y metralletas.
— ¡Chito, gran carajo! Me asustás a las gallinas con tanta alharaca y se les atoran los huevos. Dejá tus cacharros lejos de mi casa o aquí no me entrás — y la anciana se daba la vuelta y volvía a sus quehaceres mientras seguía rezongando.
Y si el “Patrón” mandaba en el país, Chavita mandaba en su mundo redondo y acogedor; un mundo siempre preparado para recibir a Pablo o a cualquiera de sus comadres y a sus otros ahijados, entre los que había hacendados, vendedores, comadronas y hasta un cura y numerosas monjas. Los preparativos para esa diaria hospitalidad incluían dejar en remojo, todas las noches, un kilogramo de fríjoles rojos secos.
A las cinco de la mañana y ni un segundo más, se le abrían los ojos a Chavita; entonces, se persignaba y se levantaba a bañarse con una palangana de agua fría; se rehacía las trenzas, se vestía, buscaba su sombrero e iba a la cocina a prender la radio y a encender los maderos del fogón. Allí ponía los fríjoles en la olla y con la misma agua del remojo. Les añadía un plátano verde que troceaba con la uña, una hoja de laurel, sal y una zanahoria cortada en trozos pequeños, que le da a la receta una suavidad especial. Los fríjoles necesitaban una paciencia de tres horas para cocinarse. Claro, los paisas de hoy apresuran su cocción llevándolos al fuego durante cuarenta y cinco minutos en la olla a presión. Pero a Chavita, las tres horas le servían para muchas cosas. Hacía arepas, barría, regaba plantas, recogía huevos y terminaba con lo que más le gustaba: alimentar a sus marranos y conversar con ellos.
Se sentaba en un tronco y los puercos la rodeaban, levantaban la testa para mirarla con sus ojos inteligentes y parecían responder a sus preguntas y narraciones con esas trompas que se movían, se ensanchaban, se encogían y lanzaban palabras en idiomas entrecortados y nasales.
— No me dejen olvidar que pasado mañana es el cumpleaños de la comadre Beti, niños; a ver si le preparo unos tamales.
Habían pasado las tres horas exactas, y el olor de la olla de fríjoles ya listos –suaves la mayoría, derretidos muchos y rodeados todos de un líquido que parecía una crema– llegaba hasta el chiquero. Chavita regresaba a la cocina, apagaba la olla y le agregaba una taza de hogao. En la cocina antioqueña no puede faltar una buena cantidad de hogao para condimentarlo todo. Este famoso ingrediente no es más que cebolla cabezona y tomate, picados bien pequeño y refritos en un poco de aceite por unos veinte minutos o hasta que estén deshechos y suelten un reverendo olor a sabrosura que se meta hasta por los ladrillos.
De ocho a nueve  de la mañana, la anciana recibía a uno o dos o tres de sus ahijados o alguna comadre que venía a dejar una bolsa de aguacates, de carne de res, de lana de oveja, chorizos, manzanas, un pastel o absolutamente nada. Y se sentaban en la cocina para saborear los humeantes fríjoles recién hechos en tiesto de barro. En Antioquia, los paisas podemos comer fríjoles al desayuno, al almuerzo y a la cena. Si hay acompañamientos, por ejemplo arroz y aguacate, qué bien; si no, los comemos solos. Los ahijados de Chavita los comían con arepas, a veces con huevos y siempre con una taza de café molido por el vecino y pasado por chuspa. Entre una y otra cucharada de fríjoles, los visitantes le contaban sus preocupaciones a la madrina. Para ella, lo más importante era tener salud; mientras se gozara de buena salud, cualquier problema era bobada y tenía siempre una solución obvia. Por su parte, la misma anciana necesitaba hablar con los visitantes de sus pequeñas angustias: que su marrano Facundo estaba como sin apetito y que a Gregorio habría que caparlo pronto.
Si se hubieran preocupado por el ciclo de vida y muerte de los puercos de Chavita, los enemigos de Pablo Escobar se habrían ahorrado todo el trabajo que pasaron intentando encontrarlo desprevenido. La madrina sacrificaba uno de sus porcinos cada cuatro meses y enseguida mandaba a un niño a llevar este mensaje a la hacienda de Envigado:
—Decíles que le avisen a Pablito que de hoy en ocho preparo frisoles con pezuña.
Y Pablo, a menudo, arreglaba su agenda para no faltar a la cita con su madrina y su plato preferido.
Era uno de los ahijados quien ayudaba a Chavita en el sacrificio del marrano elegido. A decir verdad, le colaboraba solamente en sostenerlo y darle la vuelta. El resto lo hacía ella con rapidez y precisión. Su método era sencillo: le doblaba hacia adelante la pata izquierda al cerdo; donde llegara la punta de la pezuña, ahí estaba el corazón y ahí enterraba, sin vacilar, el cuchillo largo. El puerco moría instantáneamente. Chavita lo despedía con una mirada tierna, le daba las gracias por haber vivido y le pasaba la mano por los ojos para cerrarle la mirada. Entonces, lo colgaban y lo dejaban desangrar; luego, le quemaban el cuero y la anciana lo tajaba por la mitad. Una por una, iba separando las partes del cochino, del que se utilizaba absolutamente todo: la sangre para las morcillas que tanto le gustaban a su prima, las tripas para los chorizos, la carne para vender en el mercado, la grasa para derretir y regalar por tarros, el cuero para los chicharrones. Y cuando llegaba a las patas, sin dudarlo, pensaba en su ahijado, el “sinvergüenza”.
La preparación de los fríjoles con pezuña es muy sencilla. Solamente hay que seguir las instrucciones de los fríjoles cotidianos, poner dentro de la olla las pezuñas cortadas en rodajas gruesas (dos por cada comensal) y cocinar las consabidas tres horas. Pero claro, el sabor del marrano le cambia el panorama a la receta y la convierte en una exquisitez de fiesta.
Pablo se concentraba en su plato y se mantenía en silencio cuando agarraba con las manos las pezuñas embarradas de fríjoles y las roía hasta dejar los huesos pelados. Posiblemente se acordaba de su abuela, que fue tan amiga de Chavita y con la que hacían natillas y tamales; o de su madre, a quien la anciana le sirvió de comadrona y de paño de lágrimas y dolores. Quizá se acordaba de las nalgadas que le dio su madrina cuando había que dárselas. Seguramente pensaba que con toda la plata de este mundo no podía comprar en ningún otro lado un plato de “frisoles” como esos. Y es tan seguro que pensaba en esto y aun en más, que cuando acababa de comer siempre le ofrecía a la anciana el regalo que ella quisiera: otra casa más grande, un caballo de paso o un viaje al Vaticano y una cena con el Papa.
—Vea mijo, yo ya estoy muy achacada pa’ esas chanzas.
La madrina nunca le pidió explicaciones a Pablo sobre su vida y sus millones. Era él quien le contaba sobre las muchas obras de caridad que hacía con los pobres de Antioquia, de las casas y edificios que construía para ellos, y de las iglesias y capillas que mandaba a hacer para la Virgen María. Chavita no mostraba sorpresa por nada y un buen día le dijo una frase concluyente:
—Vos le has dado mucho al diablo, gran berriondo, y te van a faltar dos vidas pa’ que quedés empatado con Dios.
La idea de los fríjoles con pezuñas de hipopótamo nació de una invitación que le mandó Pablo a Chavita para que fuera a conocer el zoológico que había armado en su hacienda. A la madrina más bien le disgustaban las extravagancias de Escobar, así que puso cara de ningún interés. Tratándola de animar, el empleado que venía con la invitación le contó que había más de quinientos animales exóticos, como jirafas, elefantes, toda clase de micos, canguros, guacamayos y hasta hipopótamos.
—Oí, mijo, ¿y vos ya viste los hipopótamos? ¿Cómo son esos animales? Esos sí que no los he visto ni en un retrato.
—Ah, esos no son más que unos marranos más grandes que un berraco, mi doña.
—¿Marranos gigantes? ¿Más grandes que los míos? ¡No digás! ¡Eso sí que voy a verlo!
Y un buen día, sin avisar, Chavita agarró su burro y se fue hasta Envigado. En la hacienda la llevaron en jeep a recorrer el zoológico. A la anciana no le interesaba detenerse ante ningún otro animal que no fueran los marranos gigantes. Y ellos, los hipopótamos, fueron aun más de lo que se había imaginado la madrina: gordos, enormes y prometedores de un sabor inigualable. (…)


Historias de la cuchara Comentarios


I received Historias de la cuchara as a gift in Bogotá, Colombia, shortly after it was published. Since I love Spanish American food, culture and history, I devoured this book in short order, and later used it as a textbook in a college course on Food and Culture. The Spanish is not difficult, and the author skillfully weaves together eight personal stories with important historical and political events in Spanish America. My students loved this book not only because of the narrative style, but because it taught them important events and how these affect normal people. I highly recommend it both as a great read and a valuable teaching tool. Nina Scott, professor of University of Massachusetts Amherst and Chair of the Spanish Department of Amherst College


-Siete relatos «sobre historia y buen comer», en los que las recetas de la cocina tradicional se insertan en tramas ambientadas en espacios y momentos históricos disímiles: desde un convento de monjas de Oaxaca en los primeros tiempos del período colonial y el Montevideo de la guerrilla tupamara, hasta el Santiago de Chile del gobierno militar de Pinochet y la Antioquia del narcotraficante Pablo Escobar. Sus temas son inusuales y dan la espalda a los tópicos de la narrativa juvenil al uso (no hay personajes adolescentes, ni sexo, ni anorexia, ni bullying ,ni estupefacientes, ni mucho menos criaturas de ultratumba). Antonio Orlando Rodríguez Anuario Iberoamericano sobre el libro infantil y juvenil SM


-Son ocho sabrosas historias acerca de la vida y el amor de personas ordinarias, que hallan en un sabor o una tradición la clave para sobrellevar los tropiezos que les traen la guerra o los conflictos políticos, sociales y económicos. Aquí no hay grandes héroes, no aquellos que parecen los libros de Historia o en los periódicos, sino aquellos que habitan nuestro vecindario, los que trabajan en el pequeño restaurante de la esquina, en la panadería, los que olvidamos en un convento, los comerciantes. Tampoco hay grandes hechos heroicos pero sí vidas corrientes llenas de heroísmo, relatos fluidos acerca de la fuerza de aquellos que deciden cuidar de los otros y darles amor en cada sabrosa cucharada que les ofrecen.   The International Board on Books for Young People (IBBY), Catálogo de libros destacados

-Se lo enviaron a mi hija en el colegio, pero me llamó la atención por el contenido histórico. Lo recomiendo para adultos porque no solo es interesante (se puede aprender mucho sobre la historia latinoamericana), sino que emociona y es de verdad motivador. Qué bien que publiquen libros sanos, donde destaque la parte positiva del ser humano.  (Comentario dejado en la página web dehttp://www.librerianorma.com)

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María Critina Aparicio Agudelo – Escritora

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Acerca de mí

María Cristina Aparicio Agudelo

Escritora
Nací en Bogotá y pasé la niñez y adolescencia en el Perú (primero en un pueblo pesquero llamado Huacho y luego en Lima). Me gradué en Letras y Castellano en la Universidad Católica de Quito y obtuve un postgrado en Escritura de Guiones en Pamplona, España.
Fui profesora de castellano y literatura en primaria y bachillerato, escritora de guiones de series cómicas para televisión y autora de numerosos textos escolares.
Gané el Premio Darío Guevara Mayorga y obtuve dos veces el segundo lugar en el concurso iberoamericano de literatura infantil y juvenil Norma. Representé a Colombia en la lista de honor IBBY, que reconoce los mejores libros infantiles y juveniles a nivel mundial, con la obra Historias de la Cuchara. En los últimos años, mis libros son parte del catálogo de libros altamente recomendados por Fundalectura para niños y jóvenes.
www.historiasdelacuchara.com